Siempre me dijeron que
el hombre viste por los pies,
que la palabra es
el contrato más valioso
y que esos pactos
están para cumplirse.
Pero los ideales fueron ideales
cuando los hombres eran eso:
hombres.
Ahora que todo es instantáneo,
que los caprichos gobiernan la sociedad,
que nos ocultamos para nombrar las verdades
y vivimos en el mundo de
«tiro la piedra y escondo la mano»,
las palabras huecas se clavan
como cuchillos en la espalda,
heridas que desgarran el corazón.
Los valores se deprecian,
los principios presagian finales,
y huracanes de ira
arrasan cualquier vestigio
de nuestra emoción,
condenándola al ocaso.
Y así, en el teatro de lo efímero,
nuestras voces se quiebran
antes de nacer,
se convierten en ecos
en pasillos vacíos,
en susurros de un deseo
que ya nadie recuerda.
El silencio se viste de gala
con máscaras de indiferencia,
y cada promesa
se torna ruina
entre los dedos que alguna vez la forjaron.
¿Dónde quedó el pulso firme
de quien desafía al miedo
con un puño de certezas?
Se ahogó en la tinta
derramada de la duda,
se perdió en la niebla
de un mañana que nadie espera.
Pero aún late, tenue,
la chispa obstinada
de quienes saben que la palabra
no es un juego:
es el puente
entre el anhelo y el hecho,
la brújula que orienta
el caos de lo posible.
Si levantamos los escombros
de tanta promesa rota,
podremos reconstruir
un pacto nuevo,
donde cada verso
sea un juramento de vida,
y cada gesto,
un acto de regreso
a la hondura del ser.
Que la voz no sea flecha
para herir en silencio,
sino lámpara que alumbre
la sombra
donde nace el coraje.
Que las manos, al estrecharse,
sientan la fuerza
de quienes, aún en ruinas,
siguen creyendo
en el poder
de una sola palabra:
honor.