jueves, 23 de mayo de 2013

La fábula de la niña del vestido de mariposas


Amaneció temprano. El rocío avistó un nuevo despertar y los primeros rayos de luz del alba juguetearon con las gotas a inventar nuevos colores mientras caían al suelo. Se deslizaban sugerentemente, se sentían mutuamente, sonreían pícaramente al nuevo día. Era Abril y el cielo parecía despertar del letargo del invierno. La niña del vestido de mariposas llegó cargada de colores en esta primavera, para ella cada tarde de Sol es la primera. Su pelo rubio rizado y su falda de vuelo que jugaba caprichosa con el viento, quería combinar sus traviesos ojos con el azul del infinito cielo. Revoloteaba alrededor de todos los niños del parque. Era tan frágil como fuerte, todos ansiaban besarla eternamente. Ella soñaba despierta. Ella sería perfecta, pero la imperfección es la auténtica receta para volar como una mariposa dibujada en la espalda de una cometa. Todo el mundo la miraba, a todos los mayores encandilaba. El Sol su piel doraba. La Luna de noche, en silencio, la soñaba.

Una tarde como otra cualquiera, los columpios se movían en su desesperante espera, las flores se habían peinado para su llegada, los niños dejaron de jugar en la arena para evitar mancharse. Alguno pronunció bajito que la amaba. El Sol brillaba en lo alto, y el cielo parecía un espejo azul plateado esperando reflejar los cabellos dorados. El viento se entretenía con las hojas de las copas de los árboles deseoso de mesar su melena. Ella no apareció y todo se hizo silencio. Aquel parque se detuvo en el tiempo y el mundo cambió.

Los días se tornaron en gris, y el Sol enfadado dejó de dar calor. Llegó el frío y la lluvia, llego el miedo y la penumbra. Nada era lo que fue. Todo se sumió en una profunda tristeza. Nadie sabía que había pasado. Los niños dejaron de jugar en el parque y las copas de los árboles vistieron sus pies de otoño. El viento enfurecido enredó la cadena de aquel columpio en su travesaño. El tiempo se hizo silencio. La mirada se quedó perdida.

            Nadie se preguntó porque a pesar de que la echaban de menos. Su vacío se quedó en la nada, el misterio fue constante, la ausencia también. Todo el mundo se decidió a olvidarla, porque el recuerdo duele más que las heridas. Nadie se decidió a buscarla porque todos tuvieron miedo de no encontrarla. Nadie tuvo la certeza, todos permanecieron impasibles a pesar de la sorpresa. Presos de sueños quebrados disfrazados de inconsolable franqueza. Aún vuelven a caer en los mismo errores que sus predecesores, aun son dueños de la torpeza. El olvido nos hace presos de nuestro destino.

            Todo ocurrió como si nada. Aquella pequeña de sonrisa eterna, de piel de laurel y perfume de vainilla era feliz en su pequeño universo. Aquella tarde mientras la niña del vestido de mariposas correteaba en la línea del horizonte, antes de que el Sol cayese y la Luna partiese el día por la mitad, el cielo lanzó un suspiro, un pequeño aliento la envolvió y su pequeño cuerpo se precipitó al vacío. La Luna en su cuarto menguante la acunó y allí se quedó dormida. Nadie sospechó jamás, nadie pensó en que la señora del brillo de marfil nos robaría la mayor obra de arte que este planeta había dado.

            Quien sabe si fueron los celos. Hasta su llegada nadie dudaba de su hermosura. Todos contemplaban extasiados las curvas de su figura. Todos soñaban con alcanzarla, con tocarla, con conquistarla. Los poetas se confesaban ante ella como si de un sacerdote se tratase. Sabía tanto de amores como de desamores, y había vivido historias inenarrables llena de sombras y penumbras, de luces y alegrías. Sus pupilas eran de monocromáticas. Los recuerdos siempre los dibujó en carboncillo. Blancos y negros.

            Aquella pequeña durmió profundamente. El lado oscuro de la Luna no distinguía entre la noche y el día. Aún con los ojos abiertos tenía la sensación de estar sumido en un profundo sueño. El vestido de mariposas se tiñó de negro, nada de colores vivos, que el semblante no dibujase una sonrisa en el rostro, que los ojos no platicasen en la oscuridad. Todo era decadente. Las pieles se rompían al roce de las caricias. Así cayeron las noches, y los días se sucedían mientras más noches de insomnio caían. Así trascurrió algún tiempo, algún año, y la niña sintió que moría.

Aquella noche el mundo se paró. Quedó anestesiado por el dolor y la crudeza de un sentimiento marchito. Las estrellas se escondieron tras el cielo, y nadie se atrevía a moverse un ápice por miedo a cambiar el orden natural de las cosas. Un paso el falso y cualquier cosa podría pasar. Eran conscientes de que algo importante podía pasar. Eran los años de penumbra, eran los tiempos en los que los haces de luz sólo se descolgaban del cielo para encumbrar algún alma.

            Entonces un halo de duda asaltó a la Luna. ¿Qué haría con una niña muerta? Normalmente las conciencias son ese tatuaje en el alma imposible de borrar. Ella había arrebatado al mundo la alegría, y lo sabía. Quien sabe si por los celos o envidia, por la belleza, la juventud y la firmeza. Quien sabe si la inexperiencia, la ingenuidad, la frescura y la ternura, o por su sedosa tez dorada y una sonrisa infinita que hacia las que las noches no fuesen tan oscuras. Nadie, ni ella mismas, sabía si esos eran suficientes argumentos para llevársela aquel atardecer. Ahora sesenta lunas después cuando no sabía que hacer con ella, le dolían las ganas de volver atrás y cambiarlo todo. A veces el temor a no saber que hacer es tan grande que la duda se acaba diluyendo en agua y no haces nada, simplemente dejas que el curso natural de las cosas sea quien decida por ti. Después de siglos de noches, y pasiones escondidas ahora las vivencias de otros de nada servían, aquella niña de rostro de mármol se moría y ella poco podría hacer.

            Entonces se escuchó un murmullo del viento que agitó las hojas de los árboles, que dejó caer al suelo todas aquellas que estaban secas. Hay quien piensa que las primeras hojas de los árboles en caer son los primeros sentimientos que un árbol quiere olvidar, a la Luna le pasaba lo mismo. Fugaz y tranquilo, el viento la envolvió entre todas esas hojas que se desprendieron, miró a los ojos de la Luna y susurró: “A veces el miedo a caer en el olvido es tan fuerte que nos equivocamos pensando que haciendo daño aliviaremos nuestro dolor. Entonces el tiempo nos quita la razón y la conciencia carga la mochila de los actos que hicimos y que no pudimos dejar atrás. Cada segundo que pasa ese peso crece, y nuestra cabeza mira más tiempo al suelo que al cielo. Para cuando dejes de ver el lienzo de estrellas será demasiado tarde. Aprende de tus errores para no volver a tropezar otra vez en ellos.”

Una vez concluyó de mirar a los ojos de la Luna, tomó a la niña entre sus brazos de tornado y se la llevó. La Luna quedó callada. La mirada perdida. Veía como su pequeño tesoro robado se marchaba lejos. Cerró los ojos y lloró. Desde entonces, las noches sin Luna gobernaron el cielo. Los amantes se sintieron menos seguros pero a la vez más con una intimidad inusitada. Los poetas encontraron otras musas, al fin y al cabo esos locos son enamoradizos de mujeres imposibles. El viento suspiraba aliviado. Brisa marina recorría cada esquina de las ciudades. Y la niña… ¿Qué sería de ella?

            La niña del vestido de las mariposas se recuperó. Se hizo mujer. Abrazó al mundo cada noche. Los niños del parque siguieron prendados de su perfume. Corrieron tras ella, hipnóticos, entregados al amor maternal que desprendían sus pasos. Agarrados al vuelo de su falda, al coqueteo de sus miradas. Normalmente cuando menos pretendes que se enamoren de ti, más sucede. Esa naturalidad, esa espontaneidad, esa forma de mirar, esa sonrisa, y su boca. Esa boca que regalaba hermosos besos. Era imposible no enamorarse de ella. Yo también lo hice, y aún sigo en esas.


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