miércoles, 24 de septiembre de 2014

Locos y Amantes

Fueron como dos locos que se volvieron cuerdos tras el accidental beso frontal con el que se detuvieron los segundos. Chirriaron los dientes, saltaron chispas. Nadie creía que aquello hiciese cierta la teoría que seguía oculta tras las estrellas y que sólo los menos afortunados conocían. Sólo unos pocos fueron los que concebían la certeza, otros mojaban su desgracia en cerveza retrasando su muerte hasta el fatídico tiro de gracia.

Llevaban juntos media vida. Se querían y lo sabían pero no alcanzaban a amarse porque no se atrevían a asomar sus vertiginosas cabezas descabalgadas al desfiladero del corazón. Sus grietas se tragaban noches enteras de borrachera y delirios sexuales que solo conocían aquellos que caían al fondo del deseo. Se hacían jardines de sangre. Borrosas las musas se dedicaban a matar amantes, para no dejar rastro de una belleza clandestina, de humo y espina. No querían que nadie sospechase de ellos y que aquello siguiese escondido en el fondo del bar. Así siguieron comiendo con las manos, se devoraron las entrañas, bebiendo con los besos, sorbiendo del seso. Casquería fina. Anárquica rutina.

Salieron ocultos, se hicieron sombras de una noche de otoño. Solo se mordían la boca en las farolas apagadas. Eran los mejores amigos y sus cuerpos estaban ardiendo. Llamas de frivolidad, volátiles cometas rojas bajo el gualda de la noche. Violetas en su pelo despeinado. Sin escrúpulos, sin querer ser imitados por sus discípulos. Algunos quisieron recordarles como los de la ceja pero su reputación se quedó en el último trago de jagger y en aquella última estrella que se encendió y les descubrió mientras se incendiaban sus sexos. Sus ideales maduraron con sus celebraciones anuales. La lucha la dejaron para los radicales, para los jóvenes que se destrozan a base de hormonas el corazón y dejan las letras a un lado olvidando que en los errores de otros se encuentra la razón. A ellos les esperaba la pasión de quienes se saben irracionales, se desprendieron de la corbata y la blusa de seres viscerales
.
Como dos animales se devoraron. Pecados carnales. Su lenguas se secaron de tanto lamerse. ¿Había algo más erótico que dejar que las manos guiasen la huida por un cuerpo que se sabía de memoria pero que acababa de ser descubierto por sus instintos? Se recorrieron, una y otra vez. Se colgó una gota fría de la jamba de sus puertas oscuras y empezaron a temblar. Se sentían mar y arena. A la mañana siguiente les esperaría una cadena con peso de condena. No sabían si aquello merecía la pena, solo que era el momento y el lugar al que les arrastraba la luna llena. Reptaron hasta un lugar donde camuflarse. Carpediem.

Hicieron de un portal su casa y al fondo de la escalera el suelo se convirtió en una improvisada cama de hielo y seda. Sus dedos estaban tiesos, sus huesos se clavaban en el firme. El impacto era inminente y claudicaron sus pecados, de rodillas e inconscientes. Se masturbaron los oídos, se dejaron susurros y jadeos entre las psicofonías del zaguán y claudicaron ante la tez sedosa que les arropaban. No se descubrieron en ningún momento. La temperatura ascendía sin ruborizarse y los polos empezaban a derretirse a pesar de encontrarse en el ecuador. Los rojos se sembraban en el rostro de ella y la humedad se acumulaba entre sus sienes. Rosadas pieles de algodón perturbadas por el éxtasis del momento. Las manos iban extremadamente lentas, las cabezas corrían lo suficientemente rápidas. El hambre no se saciaba con los besos, la sed no se saciaba con la piel, y lo que estaba del derecho parecía del revés. Susurraban sinsentidos y se volvieron locos sin camisas ni fuerza. No tenían mejor medicación que sus misterios al descubierto. Siguieron buscando resolver los enigmas que trazaban los lunares de ella en el mapa de su piel. Todas las rutas morían en aquella mancha que decoraba el perfil superior de su boca. Ella reía, el se sentía gigante. Su compenetración, su sentido del humor, olvidaban sus miedos por ser amantes.

Se desplomaron a la par que la noche. Empañaron de vaho el portal en lugar de entregarse al asiento trasero de un coche. Despertaron minutos más tarde, desorientados. Se buscaron con la mirada. Acertaron a reconocerse. La cabeza era un poema de Bécquer en pleno siglo XXI. Rimas y leyendas. Un borracho no atinaba a introducir la llave del portal pero si acertó a romper aquella idílica atmósfera sin oxígeno adulterado por los malos humos de Buenos Aires. Se hicieron porteños, tango y cordel...

Mientras tanto sus almas volvieron a Madrid, a su barrio de la Latina. Domingo de rastro. Dos amigos recorrieron las calles buscando alcanzar la Cava Baja donde habían quedado con sus realidades. Realidades como aquellas de sus orgánicos cuerpos que la noche anterior recorrieron sus sueños, arrancándose los miedos que habitaban sus adentros. Volvieron al bar de anoche a buscarles. Dos cañas y una ración de calamares.

- ¿Sabes algo de Laura y David?

- ¿Estos dos? Toda la vida igual. Parece que otra vez más, llegan tarde.

- Vaya dos, ni que fueran locos, ni que fueran amantes.

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