Todos somos un poco limones. Si, piénsalo bien. Somos
limones desde el mismo momento en que estamos en el vientre de nuestra madre,
porque para nosotros no fue amargo ser uno de los espermatozoides de mi padre.
Para los hombres, esos bichitos que se acumulan en sus testículos, en sus cojones,
o en sus huevos, son motivo de orgullo y júbilo por todos sus iguales. No
amargan ni cuando caen al vacío en forma de autocomplaciencia, ni cuando chocan
con el gorro de látex que protege su cabeza de lluvias ácidas e innecesarias, y
mucho menos cuando inician la carrera en su búsqueda del fin del camino, en su
choque contra una pared que en todos los documentales nos la pintan de
acolchado color rosa. Ahí, en ese campo fértil es donde crecemos y empezamos con
el amargo gusto de limón que nos va a acompañar durante toda la vida.
Cuando estamos desarrollando forma humana en el
vientre de nuestra madre, nos empeñamos en amargarle el gusto por las comidas,
para placer del suelo o de los váteres, todo depende de donde se le ocurra
verter la ingesta que nuestra simple presencia en su cuerpo ha provocado. Otras
veces, las menos, también nos disfrazamos de antojo. Quizás de primeras seamos
un bocado dulce (aunque le dé por comer boquerones en vinagre a las 4,18 de la
mañana, a una embarazada el antojo le sabe a azúcar) pero la amargura viene
después, y retumba en nuestros ojos casi tanto como en nuestros oídos. Y es que
ni el ginecólogo ni la báscula, y mucho menos las medidas de cantidad engañan cuando
te has pasado casi trece kilos. Ahí comienza el ligero sabor a limón de
nuestras madres. Ellas que siempre han sido perfectas, ellas tan delgadas, tan
guapas, tan estrechas (de caderas), ahora no ven más que una bola negra de
billar cuando se desnudan frente al espejo. Siempre tan coquetas, ahora se
sienten más bien croquetas.
Los días pasan de treinta en treinta y uno, y así los
multiplican por nueve, y el primer círculo vital se cierra y hay que recoger
los frutos de la primera cosecha. Dolores, contracciones, insultos y ardores.
Las sábanas se tiñen de un rojo caleidoscópico y ahí estamos, llorando, gritando
o gimoteando, o todo a la vez. Una voz más para seguir ensordeciendo a nuestros
vecinos del mundo, una boca más que alimentar, a veces una sonrisa, otras un
disgusto para decepción del espectador de nuestro show. Cuando somos niños es divertido
despertarse a las cinco de la mañana y ponerse a gritar sin que nuestros padres
entiendan nada.
Este vicio lo mantenemos a pesar de los años, lo que
pasa que a partir de los dieciséis ya saben lo que nos pasa. Se mezcla el pavo
adolescente, con la pánfila actitud de adulto sumiso, junto con una bomba de
alcohol, drogas y primeras experiencias sexuales. Eso no se nos olvida. Todos
estamos predestinados a pasar por ello, y por desgracia nuestra memoria alcanza
lo suficiente para no olvidarse de nosotros y recordarnos que somos un reguero
de polvo que se va deshaciendo por el ácido del limón que recorre nuestro
organismo, de rojo y monóxido de carbono. Brillante y fugaz por igual. Nos
olvidamos del dulce de leche y el relleno de chocolate de la barra de pan al
merendar. A partir de cierta edad la nata nada más que se monta cuando a la
manga le da la gana erigirse reina pastelera.
Y así se va pasando nuestra vida. Somos ácidos, y
dependiendo de para qué y con quien nos enfervorizamos más y más. A veces nos
cortamos, para servirnos en rodajas dentro de un refresco, y otras nos
dividimos por la mitad para acompañar una paella llena de granos insípidos a
los que nos empeñamos en acompañar para amargarle la comida a otros.
A menudo nos pasa que nuestras lágrimas y los
arrepentimientos tienen la manía de llegar tarde a la cita que tienen con
nuestros actos. Pero como ya te conté al principio, es nuestro sino, y
si, somos limones, es probable que no tan amarillos como los chinos, pero
si menos amables y más indigestos. Da mucho por culo no ser complacidos, pero
nos encanta ser nosotros quien lleve la voz cantante, ser quien la metamos por detrás,
rasgando, arañando, dolientes. Nos deja un regusto que nos obliga a fruncir el
ceño, y a pasarnos la sinhueso por encima del labio sintiendo el picor de la las
glándulas de la lengua, aliviados por notar como se descongestionan nuestros
orificios nasales. Siempre hay remedios caseros para seguir viviendo
desconectando de las rutinas, recogiendo la tristeza en ruinas.
El limón tiene esa propiedad capaz de mezclarse con la
miel para sanar resfriados, o capaz de mezclarse con la heroína para matar al yonki
de tres al cuarto. Esa bifaz es tan sugerente como su piel rugosa y brillante
sólo es cuestión de elegir el momento justo y el camino coherente. Sólo el
tiempo pone a cada uno en su sitio, y si debemos pochar nuestra piel así será,
como si debemos refrescar y acariciar otras pieles lo haremos sin dudar. El
limón vive para amargarle la vida al que quiere con él disfrutar.
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