Me asomé a mi
ventanal y allá afuera, a lo lejos, era ella. Venía hacia mi cristalera, ella,
mujer de curvas infinitas e incontables, vértigo de amanecer compartiendo el
mismo colchón, las mismas ilusiones y los mismos sueños. A su lado izquierdo y
de la mano, mis dudas, mis miedos, mis propósitos e intenciones, mis males de
amores y mi falta de cojones. Así su caminar certero como un tiro en la sien y
a quemarropa se dirigía imparable hacia mi cristalera. Mi pantalla panorámica
por la que veía pasar los días, uno tras otro, y las vidas, todas las vidas,
menos la mía. Desde esta ventana he visto crecer a la niña del portal de
enfrente, la he visto jugar en el quicio de la puerta con sus dos muñecas, años
más tarde la he visto llegar de la mano de varios chavales, a veces uno
distinto cada noche. También la he visto salir de blanco del portal, con las
lágrimas de su padre, apretadas en los puños, y ahora la veo empujando un
carro, con otra historia, otra vida, otra niña. Quizá mañana la vea salir de la
mano de su abuelo. Y así transcurren los días, en este tránsfuga vidrio, en
esta pantalla que no deja de emitir en dieciséis novenos, en un formato
panorámico y con el surround con el que las emociones nos golpea en los oídos.
En la calle
los meteoritos de mis sentimientos caían uno tras otro pero no conseguían alcanzar
a nadie, hasta que pasó ella, entonces mi techo salió ardiendo, y se prendió la
chimenea de mi salón. El humo no me dejaba pensar con claridad, la temperatura
ascendía a medida que ella se aproximaba y al mismo tiempo transcurrían, tus
pasos delante mía mientras que la sangre de mi corazón escurría y mis dudas
seguían creciendo, se hacían más y más grandes. Normalmente todo pasa por algo,
las casualidades son menos casualidades cuando encontramos las coincidencias, y
estaba seguro que algo cambiaría. No sé si sería ella pero una vez pasó por
delante y marchó a lo lejos, me decidí a que todo fuera definitivamente
diferente. Quizás esa fuese la última oportunidad para encontrarte, quizás hoy ya
fuera tarde y fuese una última oportunidad tirada para robar la sombra de ojos azabache
del verde esmeralda de su mirada.
Así día tras
día, así cada una menos cuarto de la mañana. Así paseaban ella y su bolso
colgado de deseos por cumplir, llenos de hombres que aman en silencio su
silueta, hombres que como yo habían quedando prendidos del pelo y del perfume
de aquella joven de la que jamás conocería su nombre. A veces miraba de reojo
al interior de mi cristalera, otras veces era ella quien, coqueta y al pasar
por delante miraba su propio reflejo. No me extraña nada. Si yo fuera ella, no
dudaría nunca en ir perfecta. La palabra belleza cobra su verdadera dimensión
en su persona.
Y así,
mientras enlazaba un paso con otro, seguidos, sin detenerse un segundo a mirar
a su flanco izquierdo, otros quedábamos hipnotizados por el resonar de tus
tacones que se acompasaba con mi corazón cuando la veía venir, decidida a lo
lejos. Mientras tanto su cercanía, su presencia aceleraba mi pulso e inyectaba
de sangre mis ojos, para clavarse inevitablemente en la obra de arte de su
silueta, las más perfectas proporciones. Cuatro segundos y diez metros dan para
mucho, y bajo esas circunstancias también da para conquistar un par de
corazones y enamorarse. Parece fácil pero no lo es, se acerca más a lo absurdo.
Tanto tiempo y
tanta distancia, un cristal y tres baldosas son millones de kilómetros cuando
no se alcanzan las palabras y a mi no me llegan a la boca para decir lo que
siento. Han sido muchos días. Daba igual si había Sol o llovía, daba igual el
frío o el calor. Todo eso era en vano, porque allá, afuera estaba ella, y a mi con
eso me valía para ser feliz. Su piel sedosa vestía un colorido vestido, y el
viento celoso se agarraba a su perfume con las manos para mandármelo dentro de
la próxima carta que debía recoger de mi buzón para cuando se alejase. Prefería
no molestarte al pasar por delante. Prefería desde dentro, sentado sobre mis
miedos, contemplarte. Esas cartas que salía a recoger recién pasaba por delante
eran las facturas que debía pagar por las ocasiones perdidas, por las veces que
la he contemplado sin decir nada, en silencio, observándola como un cuadro
abstracto colgado de una pared. Nunca las pagué. Veremos cuanto tiempo pasa
hasta que el desahucio llegue a mi corazón.
Pasaron más días,
quien sabe si durante meses o durante años. Una de las cosas que nos devuelve
la rutina obligatoriamente es perdernos en el tiempo, vagando entre la
indiferencia y los golpes del segundero al caer uno tras otro, apresurados, las
sesenta fracciones de un minuto, para olvidarse del ayer, del hoy, del mañana. A
veces la rutina es más peligrosa que un bombardeo al Sol, sin más intención que
hacer daño, pero normalmente tendemos a acomodarnos, y a ser víctimas de
nuestros propios atentados. Nos auto compadecemos de nuestros errores y nos
flagelamos con la tristeza.
Entonces algo
se quebró, algo desordenó nuestro orden natural. De mi viejo tocadiscos salió
un triste y amargo tango. Cada vez que escucho a Gardel, con su voz a
centímetros de romperme el alma, recuerdo la frase que mi abuelo repetía una y
otra vez al comenzar a sonar el cuatro por cuatro de Caminito. El Viejo, como le llamábamos cariñosamente, no se cansaba
de repetirme - ¿Acaso hay algo más
sensual que un tango? – Me decía mientras acercaba la aguja a un gastado
disco en su gramola de madera y latón. Nostálgico se acomodaba sus gafas en la
cara, y agarrándose el corazón con la mano mientras los recuerdos se le
agolpaban en los ojos en forma de lágrima que a duras pena conseguía retener y
me aconsejaba sabio con un marcado acento porteño. - Un hombre y una mujer que se funden en uno como lo hace la copa con el
vino antes de saciar nuestra sed. ¡Pibe! Aún tenés mucho que aprender, pero
cuando vos te enamorés no servirá de nada todo lo que te aprendiste. El corazón
es un jodido que se empeña en hacernos sufrir, nos hace volar como las gaviotas
hasta que el tiempo nos pone en el suelo. El Viejo había pasado mucho, y
entre aquellas historias se encuentra un exilio a Argentina que le dejó de
regalo la entonación y ese aire añejo de un tiempo pasado mejor y que el tiempo
se llevó como se lleva la vida.
Inevitables
mis sentidos se encendieron. Nos imaginé en mi despacho, rígidos, intensos.
Solos, con nuestras miradas cruzándose. Su vestido largo azul, lentejuelas y
tacón de aguja. Yo enfundado en un traje de riguroso negro, con mi camisa
blanca y mi corbata. Ni una arruga. Un pitillo en mi mano, y una mirada a lo
Humphrey Bogart, mientras el humo que sale de mi boca se enrosca en el sombrero
de mi cabeza. Esa mística debía alcanzar tanta intensidad, tanta energía como
para alimentar las farolas de toda una ciudad como Buenos Aires. Su mano se
posó en mi espalda y mi mirada se clavó en su cristalino. Un, dos, tres,
cuatro. La agarré fuertemente para que no se marchase jamás, ya estaba conmigo.
Giramos un par de veces y su pierna se arqueó dibujando una infernal silueta en
el aire. Su perfume se había impregnado en todas las paredes de la estancia.
El tempo
desapareció complicado, la aguja no dejaba de zumbar el fin del vinilo para
llamar mi atención y mi sueño se diluyó como una pizca de sal en el agua y me
desperté de golpe. El mareo era producto del vértigo más que del sentimiento. Ella
había desaparecido calle abajo, siguiendo su caminito, rumbo a ninguna parte.
En busca de la ciudad donde todo vuelve a empezar, en busca de una oportunidad.
Y yo seguía allí, de pie, siendo testigo de mi propia historia. Dueño de una
fantasía que no sabía como continuar, esclavo de una estrella que a pesar de
apagarse hace mucho tiempo, sigue empeñada en intentar iluminar.
La vida siguió
pasando igual, un día tras otro, y así pasaron más semanas y meses. Los árboles
se desnudaron al menos una vez, también se vistieron, pero no recuerdo el color
de sus pieles. Ahí llegaba ella a lo lejos. La misma rutina de taconeo,
acompasamiento, latidos y perfumes al viento. Entonces, entre las paredes de
aquella oficina donde el guión de mis rutinas transcurre, donde pasa el día sin
novedad, mi reloj de pared se decidió a darme una oportunidad. Se había cansado
de viajar hacia delante y caprichoso se detuvo en el preciso instante en que tú
ibas a pasar. En ese instante todo se congeló, aunque en la calle hubiese no menos
de veintiséis grados.
Todo se quedó
quieto. Todo el mundo se detuvo menos yo. Las gotas de las hojas de aquella
maceta que acababa de regar se quedaron pendientes del aire. No me percaté de
la situación hasta pasado tres segundos.- Se ha detenido.- pensé. Entonces
esperé que su cabeza girase y me mirase, que me guiñase un ojo, o me lanzase un
beso. Pero nada de eso ocurrió. Entonces decidí pasar a la acción protegido por
el tiempo y crucé la puerta.
Salí a la
calle. Corrí, sabe Dios si corrí. Estoy más que convencido de batir récords del
mundo en aquel instante, apenas el reloj se movió, y yo llegué frente a ella.
Allí me postré delante. Me sumergí en su cristalino verde y desvergonzado por
el favor del tiempo y la inconsciencia de las almas, acaricié sus sedosas mejillas.
Era de verdad, me dije. Tomé su mano. La besé caballero. Y me volví adentro.
Descolgué el reloj de pared y cambie las pilas. No quise tentar mi suerte a la
primera de cambio, y la dejé correr. En ese instante, y por si no me había dado
cuenta, afirmé que estaba enamorado de ella. Profundamente.
Y así
volvieron a pasar los días, otra vez más, pero para entonces ya había
descubierto donde se escondía el tesoro, y como conquistar el secreto del
tiempo para robar el secreto de tu misticismo. El ciclo de vida de aquel reloj
volvía a tocar su final, yo lo sabía, y estaba atento. Entonces de un día a
otro volvió a ocurrir. Afuera llovía y parecía que las gotas de lluvias parecían
dibujar una cortina de perlas. A lo lejos, como siempre tú, tus tacones, tu
bolso y dentro al fondo, guardadas mis emociones. Salí a la calle y osado
recorrí los metros para alcanzarte sin usar el paraguas. Decidí dejarme de
caballerías y te besé en los labios. Acaricié tu húmedo cabello y tu perfume me
hechizó.
Era el día
para decir lo que me estaba ocurriendo. Estaba decidido a hacerlo. Lo había
ensayado delante del espejo de mi cuarto de baño mil veces. Pero como te lo diría
si no sabía más de ella que su rutina a la una menos cuarto. Si no sabía nada más
que era preciosa. Como hacerlo. Entonces empecé a notar que mi pelo se humedecía
y seguía besándola. Fue reciproco, al menos durante tres segundos. Ese fue el tiempo
que tardó en darse cuenta, y yo en acordarme de aquel maldito reloj. Volvían a
caer incesantes los segundos. Ella me empujó de golpe. -¿Qué haces me gritó? ¿Qué
te has creído? – Esas palabras las acompañó con una bofetada directa a mi
mejilla izquierda. Caí al suelo derrotado, y ella siguió su camino. Se alejó
sin mirar atrás. El viento volvió a agarrar su perfume para volverlo a dejar en
mi buzón. Yo lo vi en primera persona. Esa vez era el anfitrión.
Allí quedé
durante algunos instantes. El agua caía sobre mi, y el asfalto llenaba de brea
mis manos y mi cara, mientras maldecía mi mala suerte. Maldije el tiempo, y sus
segundos. Entonces recordé de nuevo las palabras de El Viejo “… hasta que el tiempo nos pone en el suelo”.
A duras penas me levante, y volví a mi despachó. Crucé la puerta y me fui
directo a aquella maquina que presidía la entrada. Aceleré el pasó y golpeé con
mi cabeza en el centro del reloj. Mientras mi frente comenzaba a sangrar, lo
pateé, como lo había hecho el desatino y el destino conmigo. De una patada lo
lancé a la calle. No lo quería volver allí.
Me puse las
palmas de mis manos en la frente, me restregué la sangre. Una mezcla rojiza y
negra se confundía con el agua de lluvia. Entonces una sedosa voz de mujer a lo
lejos. - Esto es tuyo, ¿verdad? – Levanté la mirada desde el fondo de la
oficina. Todo estaba a contraluz, pero aquella voz, me había destrozado los
sentimientos. El corazón se detuvo una vez más, y El Viejo volvió a hacerme
recordar una de las suyas “¡Pibe! Aún
tenés mucho que aprender, pero cuando vos te enamorés no servirá de nada todo
lo que aprendiste…”. El tocadiscos volvió a prenderse y su aguja hilvanó
los acordes de aquel tango llamado Volver.
Normalmente todo pasa por algo, pero las casualidades son menos casualidades
cuando encontramos las coincidencias.