sábado, 23 de marzo de 2013

Tiempo de Tango



Me asomé a mi ventanal y allá afuera, a lo lejos, era ella. Venía hacia mi cristalera, ella, mujer de curvas infinitas e incontables, vértigo de amanecer compartiendo el mismo colchón, las mismas ilusiones y los mismos sueños. A su lado izquierdo y de la mano, mis dudas, mis miedos, mis propósitos e intenciones, mis males de amores y mi falta de cojones. Así su caminar certero como un tiro en la sien y a quemarropa se dirigía imparable hacia mi cristalera. Mi pantalla panorámica por la que veía pasar los días, uno tras otro, y las vidas, todas las vidas, menos la mía. Desde esta ventana he visto crecer a la niña del portal de enfrente, la he visto jugar en el quicio de la puerta con sus dos muñecas, años más tarde la he visto llegar de la mano de varios chavales, a veces uno distinto cada noche. También la he visto salir de blanco del portal, con las lágrimas de su padre, apretadas en los puños, y ahora la veo empujando un carro, con otra historia, otra vida, otra niña. Quizá mañana la vea salir de la mano de su abuelo. Y así transcurren los días, en este tránsfuga vidrio, en esta pantalla que no deja de emitir en dieciséis novenos, en un formato panorámico y con el surround con el que las emociones nos golpea en los oídos.

En la calle los meteoritos de mis sentimientos caían uno tras otro pero no conseguían alcanzar a nadie, hasta que pasó ella, entonces mi techo salió ardiendo, y se prendió la chimenea de mi salón. El humo no me dejaba pensar con claridad, la temperatura ascendía a medida que ella se aproximaba y al mismo tiempo transcurrían, tus pasos delante mía mientras que la sangre de mi corazón escurría y mis dudas seguían creciendo, se hacían más y más grandes. Normalmente todo pasa por algo, las casualidades son menos casualidades cuando encontramos las coincidencias, y estaba seguro que algo cambiaría. No sé si sería ella pero una vez pasó por delante y marchó a lo lejos, me decidí a que todo fuera definitivamente diferente. Quizás esa fuese la última oportunidad para encontrarte, quizás hoy ya fuera tarde y fuese una última oportunidad tirada para robar la sombra de ojos azabache del verde esmeralda de su mirada.

Así día tras día, así cada una menos cuarto de la mañana. Así paseaban ella y su bolso colgado de deseos por cumplir, llenos de hombres que aman en silencio su silueta, hombres que como yo habían quedando prendidos del pelo y del perfume de aquella joven de la que jamás conocería su nombre. A veces miraba de reojo al interior de mi cristalera, otras veces era ella quien, coqueta y al pasar por delante miraba su propio reflejo. No me extraña nada. Si yo fuera ella, no dudaría nunca en ir perfecta. La palabra belleza cobra su verdadera dimensión en su persona.

Y así, mientras enlazaba un paso con otro, seguidos, sin detenerse un segundo a mirar a su flanco izquierdo, otros quedábamos hipnotizados por el resonar de tus tacones que se acompasaba con mi corazón cuando la veía venir, decidida a lo lejos. Mientras tanto su cercanía, su presencia aceleraba mi pulso e inyectaba de sangre mis ojos, para clavarse inevitablemente en la obra de arte de su silueta, las más perfectas proporciones. Cuatro segundos y diez metros dan para mucho, y bajo esas circunstancias también da para conquistar un par de corazones y enamorarse. Parece fácil pero no lo es, se acerca más a lo absurdo.

Tanto tiempo y tanta distancia, un cristal y tres baldosas son millones de kilómetros cuando no se alcanzan las palabras y a mi no me llegan a la boca para decir lo que siento. Han sido muchos días. Daba igual si había Sol o llovía, daba igual el frío o el calor. Todo eso era en vano, porque allá, afuera estaba ella, y a mi con eso me valía para ser feliz. Su piel sedosa vestía un colorido vestido, y el viento celoso se agarraba a su perfume con las manos para mandármelo dentro de la próxima carta que debía recoger de mi buzón para cuando se alejase. Prefería no molestarte al pasar por delante. Prefería desde dentro, sentado sobre mis miedos, contemplarte. Esas cartas que salía a recoger recién pasaba por delante eran las facturas que debía pagar por las ocasiones perdidas, por las veces que la he contemplado sin decir nada, en silencio, observándola como un cuadro abstracto colgado de una pared. Nunca las pagué. Veremos cuanto tiempo pasa hasta que el desahucio llegue a mi corazón.

Pasaron más días, quien sabe si durante meses o durante años. Una de las cosas que nos devuelve la rutina obligatoriamente es perdernos en el tiempo, vagando entre la indiferencia y los golpes del segundero al caer uno tras otro, apresurados, las sesenta fracciones de un minuto, para olvidarse del ayer, del hoy, del mañana. A veces la rutina es más peligrosa que un bombardeo al Sol, sin más intención que hacer daño, pero normalmente tendemos a acomodarnos, y a ser víctimas de nuestros propios atentados. Nos auto compadecemos de nuestros errores y nos flagelamos con la tristeza.

Entonces algo se quebró, algo desordenó nuestro orden natural. De mi viejo tocadiscos salió un triste y amargo tango. Cada vez que escucho a Gardel, con su voz a centímetros de romperme el alma, recuerdo la frase que mi abuelo repetía una y otra vez al comenzar a sonar el cuatro por cuatro de Caminito. El Viejo, como le llamábamos cariñosamente, no se cansaba de repetirme - ¿Acaso hay algo más sensual que un tango? – Me decía mientras acercaba la aguja a un gastado disco en su gramola de madera y latón. Nostálgico se acomodaba sus gafas en la cara, y agarrándose el corazón con la mano mientras los recuerdos se le agolpaban en los ojos en forma de lágrima que a duras pena conseguía retener y me aconsejaba sabio con un marcado acento porteño. - Un hombre y una mujer que se funden en uno como lo hace la copa con el vino antes de saciar nuestra sed. ¡Pibe! Aún tenés mucho que aprender, pero cuando vos te enamorés no servirá de nada todo lo que te aprendiste. El corazón es un jodido que se empeña en hacernos sufrir, nos hace volar como las gaviotas hasta que el tiempo nos pone en el suelo. El Viejo había pasado mucho, y entre aquellas historias se encuentra un exilio a Argentina que le dejó de regalo la entonación y ese aire añejo de un tiempo pasado mejor y que el tiempo se llevó como se lleva la vida.

Inevitables mis sentidos se encendieron. Nos imaginé en mi despacho, rígidos, intensos. Solos, con nuestras miradas cruzándose. Su vestido largo azul, lentejuelas y tacón de aguja. Yo enfundado en un traje de riguroso negro, con mi camisa blanca y mi corbata. Ni una arruga. Un pitillo en mi mano, y una mirada a lo Humphrey Bogart, mientras el humo que sale de mi boca se enrosca en el sombrero de mi cabeza. Esa mística debía alcanzar tanta intensidad, tanta energía como para alimentar las farolas de toda una ciudad como Buenos Aires. Su mano se posó en mi espalda y mi mirada se clavó en su cristalino. Un, dos, tres, cuatro. La agarré fuertemente para que no se marchase jamás, ya estaba conmigo. Giramos un par de veces y su pierna se arqueó dibujando una infernal silueta en el aire. Su perfume se había impregnado en todas las paredes de la estancia.

El tempo desapareció complicado, la aguja no dejaba de zumbar el fin del vinilo para llamar mi atención y mi sueño se diluyó como una pizca de sal en el agua y me desperté de golpe. El mareo era producto del vértigo más que del sentimiento. Ella había desaparecido calle abajo, siguiendo su caminito, rumbo a ninguna parte. En busca de la ciudad donde todo vuelve a empezar, en busca de una oportunidad. Y yo seguía allí, de pie, siendo testigo de mi propia historia. Dueño de una fantasía que no sabía como continuar, esclavo de una estrella que a pesar de apagarse hace mucho tiempo, sigue empeñada en intentar iluminar.

La vida siguió pasando igual, un día tras otro, y así pasaron más semanas y meses. Los árboles se desnudaron al menos una vez, también se vistieron, pero no recuerdo el color de sus pieles. Ahí llegaba ella a lo lejos. La misma rutina de taconeo, acompasamiento, latidos y perfumes al viento. Entonces, entre las paredes de aquella oficina donde el guión de mis rutinas transcurre, donde pasa el día sin novedad, mi reloj de pared se decidió a darme una oportunidad. Se había cansado de viajar hacia delante y caprichoso se detuvo en el preciso instante en que tú ibas a pasar. En ese instante todo se congeló, aunque en la calle hubiese no menos de veintiséis grados.

Todo se quedó quieto. Todo el mundo se detuvo menos yo. Las gotas de las hojas de aquella maceta que acababa de regar se quedaron pendientes del aire. No me percaté de la situación hasta pasado tres segundos.- Se ha detenido.- pensé. Entonces esperé que su cabeza girase y me mirase, que me guiñase un ojo, o me lanzase un beso. Pero nada de eso ocurrió. Entonces decidí pasar a la acción protegido por el tiempo y crucé la puerta.

Salí a la calle. Corrí, sabe Dios si corrí. Estoy más que convencido de batir récords del mundo en aquel instante, apenas el reloj se movió, y yo llegué frente a ella. Allí me postré delante. Me sumergí en su cristalino verde y desvergonzado por el favor del tiempo y la inconsciencia de las almas, acaricié sus sedosas mejillas. Era de verdad, me dije. Tomé su mano. La besé caballero. Y me volví adentro. Descolgué el reloj de pared y cambie las pilas. No quise tentar mi suerte a la primera de cambio, y la dejé correr. En ese instante, y por si no me había dado cuenta, afirmé que estaba enamorado de ella. Profundamente.

Y así volvieron a pasar los días, otra vez más, pero para entonces ya había descubierto donde se escondía el tesoro, y como conquistar el secreto del tiempo para robar el secreto de tu misticismo. El ciclo de vida de aquel reloj volvía a tocar su final, yo lo sabía, y estaba atento. Entonces de un día a otro volvió a ocurrir. Afuera llovía y parecía que las gotas de lluvias parecían dibujar una cortina de perlas. A lo lejos, como siempre tú, tus tacones, tu bolso y dentro al fondo, guardadas mis emociones. Salí a la calle y osado recorrí los metros para alcanzarte sin usar el paraguas. Decidí dejarme de caballerías y te besé en los labios. Acaricié tu húmedo cabello y tu perfume me hechizó.

Era el día para decir lo que me estaba ocurriendo. Estaba decidido a hacerlo. Lo había ensayado delante del espejo de mi cuarto de baño mil veces. Pero como te lo diría si no sabía más de ella que su rutina a la una menos cuarto. Si no sabía nada más que era preciosa. Como hacerlo. Entonces empecé a notar que mi pelo se humedecía y seguía besándola. Fue reciproco, al menos durante tres segundos. Ese fue el tiempo que tardó en darse cuenta, y yo en acordarme de aquel maldito reloj. Volvían a caer incesantes los segundos. Ella me empujó de golpe. -¿Qué haces me gritó? ¿Qué te has creído? – Esas palabras las acompañó con una bofetada directa a mi mejilla izquierda. Caí al suelo derrotado, y ella siguió su camino. Se alejó sin mirar atrás. El viento volvió a agarrar su perfume para volverlo a dejar en mi buzón. Yo lo vi en primera persona. Esa vez era el anfitrión.

Allí quedé durante algunos instantes. El agua caía sobre mi, y el asfalto llenaba de brea mis manos y mi cara, mientras maldecía mi mala suerte. Maldije el tiempo, y sus segundos. Entonces recordé de nuevo las palabras de El Viejo “… hasta que el tiempo nos pone en el suelo”. A duras penas me levante, y volví a mi despachó. Crucé la puerta y me fui directo a aquella maquina que presidía la entrada. Aceleré el pasó y golpeé con mi cabeza en el centro del reloj. Mientras mi frente comenzaba a sangrar, lo pateé, como lo había hecho el desatino y el destino conmigo. De una patada lo lancé a la calle. No lo quería volver allí.

Me puse las palmas de mis manos en la frente, me restregué la sangre. Una mezcla rojiza y negra se confundía con el agua de lluvia. Entonces una sedosa voz de mujer a lo lejos. - Esto es tuyo, ¿verdad? – Levanté la mirada desde el fondo de la oficina. Todo estaba a contraluz, pero aquella voz, me había destrozado los sentimientos. El corazón se detuvo una vez más, y El Viejo volvió a hacerme recordar una de las suyas “¡Pibe! Aún tenés mucho que aprender, pero cuando vos te enamorés no servirá de nada todo lo que aprendiste…”. El tocadiscos volvió a prenderse y su aguja hilvanó los acordes de aquel tango llamado Volver. Normalmente todo pasa por algo, pero las casualidades son menos casualidades cuando encontramos las coincidencias.

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