Vuelve veinte años atrás…
¿Qué le dirías a tu yo de entonces?
Siéntate a los pies de tu refugio. Enciende una vela y respira de nuevo el mismo aire que sobrevuela la atmósfera de ese lugar especial. Ese rincón escondido en lo más recóndito de tu alma, donde creciste y del que un día decidiste emigrar.
Veinte años es mucho. El tiempo se detuvo en la última vez. Como si de un truco de magia se tratara, enciendes el radiocasete y la música vuelve a flotar por tu cuarto. Aquellas melodías acarician tus oídos, el corazón acompasa los tarareos y se te va la garganta tras las canciones de entonces.
Han pasado tantas cosas que probablemente hayas cumplido sueños y sustituido otros. Es casi seguro que te habrás caído y levantado por igual tantas veces, y que lo que queda eres tú, aunque tu yo de ayer hace tiempo que dejó de estar.
También dejaron de estar otros tantos. Aparecieron las canas y las arrugas. La compañía y la amistad dieron paso a la soledad y a las preocupaciones. La introspección —a veces teñida de pensamientos depresivos y recurrentes— sustituyó aquel estado semi eufórico de entonces por una incertidumbre que no sabes si nace de la inercia de la vida o de una inestabilidad que nos tambalea hacia lugares más oscuros y abismos sin describir.
Veinte años que se fueron en un ratito… apenas un par de canciones y una siesta. Todo lo demás ha sido ruido. Pero un ruido, además, lastimoso y lamentable. De ese que se aloja al fondo del oído, al borde del tinnitus. El que llega sin darse importancia pero que finalmente duele. Que molesta, aunque no sepas bien si por tu frágil paciencia o por la incomodidad de algo tan persistente. Al fin y al cabo, no deja de ser basura auditiva. Ruido.
Y sin embargo… ahí sigues. En pie. Con ese rumor molesto, pero también con la obstinación de quien se niega a desaparecer del todo. Quizá no seas ya aquel muchacho del radiocasete, pero aún guardas en algún parpadeo la chispa que lo movía, aunque esté cubierta por capas de polvo y días iguales. Aunque los días se vistan con diferentes trajes todos tienen el mismo halo de monotonía decadente escondida entre las paredes del tiempo vivido.
Si te sientas frente a tu yo de hace veinte años, quizá descubras que no está tan lejos. Sigue allí, con la mirada limpia, esperando que alguien le diga que todo tenía un sentido. Que el vértigo que confunde con libertad en realidad se llama juventud, y que la incertidumbre no es sinónimo de fracaso, sino que forma parte de la vida..
Podrías decirle que no tenga prisa, que los sueños no se cumplen ni se sustituyen: se transforman. Que habrá días luminosos y otros en los que el mundo pesará como un saco mojado y cargado de piedras que tú nunca metiste. Alguien las depositó allí. Que perderás en ocasiones, sí, pero ganará otras. Y que, aunque la soledad se presente con demasiada frecuencia, nunca será absoluta.
Dile que cuide la música —siempre la música—, porque será el hilo que una lo que fuiste con lo que eres. Dile que el ruido de ahora no es un enemigo, sino un recordatorio: una llamada a parar, a escuchar con más atención aquello que todavía late bajo tanto estrépito.
Y dile, sobre todo, que no se tema a sí mismo. Que incluso en los años más duros, cuando la vida parezca una habitación llena de caos y gritos, él seguirá teniendo permiso para volver a encender la vela, dejar que el viento encare un nuevo destino, sentarse en su refugio y escuchar el eco de su respiración. Porque ese lugar, aunque lo haya olvidado, nunca dejó de existir: solo esperaba su regreso.
Y cuando termines de decirle todo eso —o quizá solo una parte—, mírate bien. Observa la forma de sostener el mundo, tan ligera, tan ingenua. No imagina las batallas que librarás, ni los silencios que aprenderás a interpretar, ni los nombres que desaparecerán dejando huecos imposibles de rellenar. Pero tampoco conoce las risas nuevas, los amaneceres que aún te esperan, las manos que te acompañarán.
Así, mientras le hablas, algo dentro de ti se recoloca. No es que el dolor se desvanezca —eso sería engañarse—, pero adquiere un nuevo lugar, un contorno menos amenazante. Como si, de algún modo, en la conversación con tu yo de entonces también hubieras encontrado una conversación contigo mismo.
Vuelve a encender la vela, aunque solo quede un resto diminuto en la mecha. Mira cómo tiembla la llama, cómo ilumina apenas unos centímetros de sombra. Ese pequeño temblor también eres tú: frágil, sí, pero aún capaz de alumbrar.
Y entonces lo entiendes. Los veinte años que te parecieron un suspiro no fueron solo ruido: entre tanto estrépito creciste, amaste, aprendiste a caer con más dignidad y a levantarte sin tanto alboroto. Te convertiste en alguien que, pese al cansancio y las dudas, sigue caminando.
Ahora levántate del refugio. Cierra los ojos un momento y respira todo lo que fuiste, lo que eres y lo que todavía puedes ser. No estás regresando al pasado: estás recuperando la fuerza para continuar.
Porque la nostalgia no es una cadena, sino un recordatorio. Y la esperanza, aunque tenue, siempre encuentra un resquicio por donde entrar para iluminar este cuarto donde a veces vuelves.!Incluso después de veinte años. Incluso ahora.