martes, 26 de junio de 2012

El juego de la muerte

          Una blanca cuna navega a la deriva. En el océano de sangre y tempestades humanas, en los mares que ahogaron el mundo, y asolaron cualquier atisbo de tierra firme; un niño llora en su interior, y su madre mira como el horizonte lo arrastra hasta la linea en que el encuadre se corta y el agua cae por la pendiente acantilada.

          Desafiamos, insolentes, a los dados y movemos nuestro peón en el tablero de este oscuro juego de dolor y mentira. El juego de la muerte lo llaman, un juego de mentiras y miradas perdidas. No tenemos limites. No los conocemos. Nos gustan los lirios y las malvas a los pies de las cama de la reina de la noche, con brillo de espuma y nácar en su corona de plata gastada, en la oscuridad de su mirada.

          Unos lo confían a Dios, otros lo llaman destino, algunos mala suerte, otros tantos desatino. Pero si algo sabemos, es que nos gusta que otros sufran, tanto como el tinto del vino, como el rojo cereza que corre por nuestros capilares, nuestros caminos. Y no sólo no sufrimos, sino que nos sentimos un poco más vivos. Nos recreamos en los sueños. Tenemos la misma responsabilidad que un niño.

         Quizá el ser humano carezca de sentido. Quizá estemos tan cerca del licántropo o como del vampiro. Quizá el dolor ajeno nos produzca la misma sensación que un orgasmo desmedido. Disfrutamos tanto con el sufrimiento carnal, que no nos paramos a pensar en el dolor de la inconsciente barrera que alzamos para los acontecimientos que quedan por ser vividos.

         Y así, seguimos presionando con fuerza el botón de las descargas de la silla donde se sienta nuestro vecino, porque preferimos ver como sufre, a verle ser feliz; preferimos ser dueños de su odio, que ser su amigo. Pasaran los días y seguimos prefiriendo ser malditos cabrones, que estimados compañeros de este empedrado camino.

         Así pasará hasta el fin de los días, hasta que el último hombre se encuentre sólo ante el acantilado al que le hemos conducido con toda nuestra conciencia y nuestro atino. Porque esa es nuestra verdad y el trágico desenlace, nuestro sino.

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