sábado, 7 de agosto de 2010

Juan y María

Se desprende una lágrima del cielo al atardecer y la tormenta de sentimientos que estalla porque ella quiere volverle a ver. Suenan truenos producidos por el dolor de las entrañas, mezcla de tonos malvas con la luz del día. Ella se sentó a esperarle como todas las tardes en aquella piedra a los pies del camino, y él bajaba de la montaña entre los trigales sin segar, discreto, sigiloso, para no levantar revuelo. La luna era cómplice de ese amor en medio de una guerra. El mundo estaba en contra de aquel amor. Derechas o izquierdas, nacional o republicano. Da igual, el amor sólo tiene un camino, la verdad, sólo entiende un idioma, amar, solo tiene una bandera, la que se teje cuando los sentimientos son únicos, la que ondea el viento de libertad.

Los más mayores del lugar no entendían cómo María se pudo enamorar de Juan. Ella una joven acomodada, hija de un terrateniente del lugar, bella dama de hermosas figuras, educación exquisita, distinguida de la media de aquella baja sociedad. Él, sin embargo, se había criado en el campo, su libro eran las mulillas que tiraban del carro, y apenas sabía escribir. Sus manos encalladas, su piel morena abrasada por las duras jornadas de labranza.

El estallido de los cañones hizo que Juan se adentrase en el bosque, María sentada sobre la piedra, recordaba que llevaban un año ya viviendo de la clandestina complicidad de los duendes del camino, de las sombras de la luz de la Luna, que habían pasado de todo, calor y frío, lluvias, nieves, todo tipo de inclemencias que no sólo eran meteorológicas.

Esa noche como tantas, María subió la cuesta de casa en busca del camino, el Sol se resistía a pasar a un segundo plano y la Luna como ocurre todas las noches de verano brilla desde su trono luciendo el vestido de lentejuelas que le hacen las estrellas para salir a la fiesta de los amantes, escondidos de las luces brillantes. Por fin, tras casi una hora de paseo por el campo llegó al lugar, allí descansaba inerte su piedra, donde Juan la había mecido en sus rodillas otras noches, donde habían cenado algún mendrugo de pan, cuando no había que llevarse a la boca; donde escondidos de los cascos de los proyectiles que volaban sobre sus cabezas se juraron amor eterno. María soñaba con una noche sin guerra, con una noche cuidando de su maqui escondido entre las ramas, pero esta vez perdido entre el perfume de azahar de las sábanas. Noches atrás cuando acariciaba su fuerte torso, soñó con ser madre de seis hijos, criarlos de manera tradicional, dentro de los valores de la familia, creciendo dentro de una relativa normalidad un pueblo sin guerras ni historias que contar.

Pasaba el tiempo y allí seguía María sentada. Continuaba soñando despierta, recordaba como había crecido todo aquello en su interior. Recordaba la primera vez que vio a su Juan. No tendría más de catorce años y escondía sus ojos tras la visera que llevaba en la cabeza. El padre de Juan fue a ver al terrateniente para negociar el arrendamiento de aquellas tierras, confirmar porcentajes y jornales. Juan no tenía edad para acuerdos pero se encontró con ella. María tenía trece años y estaba sentada leyendo un libro en el jardín delantero en un columpio que empezaba a notar el paso del tiempo. Vestido largo blanco, parecía una novia. Su melena de color marrón lucía al viento, que jugaba con ella a levantar la falda que escondía sus tobillos. Juan la descubrió y se enamoró, ella no vio mas que un chico del pueblo.

Aquella fue la primera vez que se vieron, y Juan quedó prendado de aquella niña. Ella era la auténtica motivación para levantarse todas las mañanas para ir a trabajar, mientras preparaba los útiles para comenzar la jornada junto a su padre, no pensaba más que en el viaje de vuelta a casa a medio día para comer y poder cruzarse con ella. Un día el padre de Juan, al haber algo más de faena de la habitual se quedo en el campo comiendo junto con el resto de trabajadores, pero Juan, en su rutina habitual, volvió a casa. Pero algo ocurrió en esa caminata; al pasar por delante de la casa del terrateniente, se cruzó con María. Bella, hermosa, diamante de carne y hueso. El tiempo se paró cuando su mirada se topó con él. El reloj dejó de correr y un rayo partió el corazón de Juan, que le dijo:

- Buenos días...
- Buenos días - contestó la joven
- Tu eres María, ¿verdad?, la hija del señor. Yo soy Juan, el hijo de Román, quien trabaja la tierra de tus padres.
- Hola Juan, encantada de conocerte. La verdad es que te había visto por aquí alguna vez, siempre vas junto a tu padre y los otros hombres. Además ya sabes que mi padre no ve bien que hablemos con la gente que trabaja en casa.
- Pero yo no trabajo en casa, yo estoy con mi padre en el campo...

La vergüenza y el miedo se apoderó de ellos y ambos soltaron una carcajada ante las palabras de Juan. Así es como empiezan todas las historias, con miedo, no vaya a ser que nos roben el alma y no podamos volver a amar. Fueron pasando los días y cada vez era más frecuente verles hablar.

Un día de tormenta, Juan y su padre no pudieron ir al campo a trabajar, era imposible realizar las tareas diarias con tantísima agua que caía. Al amainar el temporal, Román; mandó a su hijo a comprobar las tierras. Juan corrió hacia el campo, se esperaba algo más de lluvia, al menos eso intuyó su padre al mirar al cielo la noche anterior, que al día siguiente llovería bastante. Empleó un rato en comprobar que estaba todo en orden, la tierra había absorbido bien aquel diluvío, excepto en los viñedos que debido a la baja altura de los mismos, los charcos, hacían peligrar el fruto. El joven hizó agujeros en la tierra para que el agua fluyera mejor tal y como le había indicado su padre.

A su vuelta a casa por el camino, comenzó a llover, era cerca de la una del medio día y a lo lejos de aquella era, junto al camino vio a alguien venir de lejos. No esperaba cruzarse con nadie, hacía un aire tremendo, y el agua golpeaba con la misma fuerza en el rostro como lo podía hacer un manotazo. Al ir acercándose, descubrió quien era la dueña de aquella silueta. Era María. A Juan, el corazón le comenzó a bombear sangre como si se hubiese abierto la compuerta de una presa. Aceleró el paso y llegó a María.

- ¿Dónde vas chiquilla?- María llevaba los zapatos y la parte de abajo de la falda llena de barro. La blusa empapada, el pelo se le había ondulado. A pesar de todo, para Juan estaba preciosa.
- A casa -contesto con medía sonrisa- que vengo de clase y hoy mi padre ha quedado a comer con el alcalde y no ha podido venir a buscarme nadie.
- ¿Te acompaño? - Le preguntó Juan
- ¿Quieres? le contestó a modo de pregunta ella.

Juan no contestó.Tampoco hizo falta, se giró, se quitó la chaqueta que llevaba puesta y ambos cubrieron sus cabezas con ella, para evitar mojarse mas. Durante aquel paseo de cerca de una hora, quedaba un kilómetro de camino hasta su casa. Durante aquella caminata, los dos estuvieron más juntos que nunca desde aquella primera vez. Sin contacto físico no nace el amor y nunca antes habían estado tan unidos.

María recordaba con cariño aquellas historias sentada en su piedra. La noche cada vez se oscurecía más, esa Luna otras veces cómplice se puso un abrigo de nubes negras. Hacía frío y Juan, no llegaba. La preciosa joven se ponía mas nerviosa a cada minuto que pasaba, sólo le consolaba que estaba convencida que pronto iba a llegar su momento. El silencio de aquel lugar empezaba a romperse... se oían ruidos. María se sentó en el suelo y apoyó su espalda en la piedra para protegerse de lo que viniese por detrás. El sigilo ya no existía, se oían ruidos de gente desplazándose al frente, serían unos tres o cuatros. A su espalda también se comenzaban a escuchar movimientos.- ¿Sería Juan? se preguntó la joven, quien estaba haciendo esfuerzos por quedarse quieta y no girarse. Los ruidos que se oían al frente empezaron a hacerse más firmes, incluso, a pesar de la noche había conseguido distinguir alguna silueta. -¿No serán soldados?- se preguntó mientras pensaba en Juan, sólo deseaba que no fuese uno de los ruidos que se oían a su espalda. Tras la piedra, los movimientos habían cesado. La tensión crecía segundo a segundo.
- María... se oyó un susurro
- ¿Juan? contestó la joven
De repente se oyó al frente el vuelo de un pájaro de acero, una estrella de la muerte, un proyectil de odio sincero, y un golpe seco. Todo se volvió claridad. Blanco, paz, silencio...
-¿Juan eres tú? se preguntó entre tinieblas de dolor.
- María amor... se oyó un grito desgarrador.
María y Juan... Juan y María... ¿Quién sabe quién? El uno se llevo al otro, el disparo arrancó a los dos, el amor se diluyó como agua. Sólo queda el recuerdo sincero, sólo queda el verdadero corazón del ser humano que quiebra vidas sin compasión. Sólo hace caso a sus ideas que dirigen a su corazón.

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